Por: Óscar Mejía
Cuando leí por primera vez la novela corta La mente dividida, de Kalton Harold Bruhl, inmediatamente pensé en una nómina heterogénea de narradores: Edgard Allan Poe (William Wilson), Fiódor Dostoievski (El doble), Robert Louis Stevenson (Dr. Jekyll y Mr. Hyde), Franz Kafka (El proceso), Clive Barker (sus libros de sangre), Brest Easton Ellis (American psycho).
En la medida en que releía y me internaba más en las entrañas del texto descubrí otras influencias patentes: el libro ineludible llamado la Biblia, el sicoanálisis, el cine de terror y el Norman Bates de Hitchkock, las series televisivas que fantaseaban con el horror o lo macabro, lo sobrenatural, la perversión de la mente. Los textos de esos autores y las influencias aludidas forman un hipertexto del cual abreva una escritura que, injustamente, ha sido etiquetada como literatura de consumo.
A simple vista la lectura de la historia de La mente dividida puede resumirse así: En un ambiente ajeno a Honduras un profesor universitario llamado Jeff comienza a padecer de un tumor cerebral. La curación que la medicina no puede depararle, se la ofrece un ser (el doble), una mente que coexiste en su cabeza, a cambio de permitir usurpar su cuerpo y utilizarlo para consumar unos crímenes cuyas víctimas son mujeres. El profesor se convierte en un asesino serial, que en un lapso de tiempo recupera la salud, la libertad y una existencia normal, pero al final, es obligado a comparecer (por los crímenes cometidos durante fue un poseso) a un simulacro de juicio donde su novia, manipulada por Fred (¿Freud?), la misma mente destructiva, perversa y homicida, lo aniquila.
Pero la lectura de esta novela corta (premiada en un certamen internacional) no se agota en subrayar y poner de relieve esas influencias aparentemente incongruentes. Sabemos que la hermenéutica y los críticos literarios nos han enseñado que todo texto artístico es merecedor de sospechas, pues su lenguaje connotativo expresa además de lo puramente literal, una codificación simbólica que, al interrogarse, ofrece un entramado de significados diversos.
Para el caso, el registro de la lengua empleado al comienzo para contarnos dicha historia es útil para recrear la atmósfera clínica en que se haya envuelto el personaje, y después servirá para exaltar la irrupción de lo sobrenatural en la vida cotidiana del personaje.
Asimismo, los primeros capítulos de la novela contienen eventos y situaciones que describen la degradación moral del personaje a tal extremo que llega a profesar un hedonismo que se alimenta de violencia y sangre. Es la crónica de una cacería humana donde el hombre es el depredador y la mujer, la víctima.
En el desenlace de esta historia (que al principio da la impresión de parecer un mero “tour de force” con el cual el autor se deleita al demostrar que, con el dominio de las técnicas narrativas, una mente inventiva es capaz de pergeñar un mundo verosímil donde unos personajes viven una aventura excepcional) subyace un cuestionamiento radical a una forma de concepción y comprensión tradicional de la naturaleza divina, postura filosófica conectada en Occidente con la línea de pensamiento agnóstica, escéptica y atea.
Esas páginas finales explayan una especie de alegato al orden religioso establecido. Siempre se nos ha inculcado la idea de que somos criaturas hechas a semejanza de una divinidad cuyos orígenes son misteriosos. Por imponer esa fe hemos llegado hasta practicar el genocidio porque esa es la única manera de poder saciar la sed de sangre de esa divinidad que usurpa nuestros cuerpos y mentes para llevar a cabo lo que creemos que son sus planes. Llámese cómo se llame cualquier religión en sus anales históricos (o cloacas) figuran el derramamiento de sangre y el hedor de sus abyectas acciones.
Lo que Fred (la divinidad vengativa) inyecta en la naturaleza de Jeff (su creación y prosélito) es un desprecio por la vida humana, un hedonismo que se alimenta y goza saboreando el dolor que le inflige a seres que considera inferiores y débiles.
Los acontecimientos de la historia fraguan una atmósfera horrenda y ambigua. Como lectores llegamos a pensar que el personaje es un desquiciado mental que escucha y obedece los mandatos de una voz engendrada en lo más recóndito de su mente retorcida y perversa, sin embargo, al final de la lectura, acudimos a un escenario donde esa voz, ya divorciada del cuerpo de Jeff, se manifiesta, usurpando la identidad de la prometida de éste, en un ente diabólico o divinidad encargada de hacer prevalecer el “equilibrio y la justicia” en nuestro mundo.
Eso no descarta que sigamos pensando que todo lo acontecido fue urdido por una mente atada a la locura o a sus elucubraciones insanas y morbosas.
Leer La mente dividida como si fuese un texto menguado que sólo aspiró a convertirse en una obra literaria, es una lectura superficial, inocente y tímida que pasará de largo la honda reflexión sobre la condición humana, que enuncia su sobria pero elocuente escritura.
En el pasado dos escritores hondureños habían cuestionado acremente la corrupción, los avatares y lo que acarrea promover entre sus fieles dogmas y doctrinas religiosas que ciegan a sus adherentes y los convierten en furibundos enemigos de la reflexión serena y racional, ellos son Jorge Medina García, con su novela Cenizas en la memoria (1994); Giovanni Rodríguez, con su irreverente novela Ficción hereje para lectores castos (2009). A esta tradición que arranca con las críticas ventiladas en la novela Blanca Olmedo a ciertos postulados de la Iglesia Católica, se suma La mente dividida, de Kalton Harold Bruhl.



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